Fuimos novios.
Yo tenía
once, él trece. Él de granitos, yo me salvé. Mínima y ya una charleta. Él
altísimo y parco. Nuestro noviazgo consistía en ir de la mano al centro a
tomar una coca de la mano y de la mano volver caminando para arrullarnos en
la puerta de casa. Más prolongadísimas charlas telefónicas para
leernos los poemas que concebíamos de a montón: los suyos de amor, los míos
sobre la injusticia en general y la de mis padres y maestros en especial.
Pero un día,
harta de sus mudeces, lo dejé.
No volví a
verlo hasta el viernes pasado. Es biólogo marino y pronunció una conferencia
en la universidad sobre un tema que es trabalenguas. Sentada en última fila,
por si acaso. Sin embargo, cuando finiquitaron los aplausos me acerqué. Sonreímos,
nos reímos de hecho. Y me abrazó. Sin disimulo. Con total delicadeza me abrazó y al
oído me dijo: mi querida, mi muy
querida, nunca entendiste que con mis versos trataba de decirte lo que era incapaz
de verbalizar.
Usé como
excusa que debía regresar al consultorio y salí, literalmente, corriendo. No
llegué muy lejos. En el primer baño que encontré me escondí para llorar. Sin
consuelo lloré.
|
1 de febrero de 2015
MI QUERIDA
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario