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Cuando
Raúl nació, su hermanita ya había fallecido a los tres años de edad.
La
madre lo cuidó con eficiencia sin lograr encubrir su pena. El padre calló.
Raúl
anduvo en puntas de pie, sorteando ruidos, enfados e inquietudes. Acompañó a
la madre en las neuralgias y al padre a pescar en otoño.
Apenas
comenzó la secundaria, una tía que vivía en Málaga lo invitó a pasar las
vacaciones. Se fue quedando. Conoció las risas, peleas en el colegio y las
chicas que se dejan. Tuvo malas notas y de las buenas, dos novias que le
rompieron el corazón y otra que lo quiso.
Cada
domingo, rigurosamente llamó. Sí, claro que extraño. No, no me falta nada.
Sí, estoy sano. Sí, les avisaré cualquier cosa. No, esta Navidad no puedo.
Comenzó
la universidad, consiguió un trabajo, se mudó a una comuna. Fueron a
visitarlo solo un par de veces. Otras tantas vino él.
Para
las últimas Fiestas, Raúl llegó esta vez acompañado. Día tras día
compartieron sobremesas y fotos y confidencias.
El
padre de Raúl es mi paciente desde hace años.
En la
sesión de hoy, tras repasar lo dicho y no dicho en el encuentro con su hijo,
leyó un último mensaje recibido.
Raúl agradecía
a sus padres haberle dado algo invalorable: la posibilidad de crecer lejos
de la melancolía; y subrayaba que si para ellos fue un tiempo que necesitaron
para restañar heridas, él había podido disfrutar de esa libertad.
“Y sí,
mi hijo fue generoso al no reclamar lo que quizá no hubiéramos podido
ofrecerle. Usted tenía razón: después de tanta culpa que cargué, reconozco
ahora que para todos esa distancia fue providencial”.
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24 de enero de 2019
DISTANCIAS
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