24 de enero de 2019

DISTANCIAS





Cuando Raúl nació, su hermanita ya había fallecido a los tres años de edad.
La madre lo cuidó con eficiencia sin lograr encubrir su pena. El padre calló.
Raúl anduvo en puntas de pie, sorteando ruidos, enfados e inquietudes. Acompañó a la madre en las neuralgias y al padre a pescar en otoño.
Apenas comenzó la secundaria, una tía que vivía en Málaga lo invitó a pasar las vacaciones. Se fue quedando. Conoció las risas, peleas en el colegio y las chicas que se dejan. Tuvo malas notas y de las buenas, dos novias que le rompieron el corazón y otra que lo quiso.
Cada domingo, rigurosamente llamó. Sí, claro que extraño. No, no me falta nada. Sí, estoy sano. Sí, les avisaré cualquier cosa. No, esta Navidad no puedo.
Comenzó la universidad, consiguió un trabajo, se mudó a una comuna. Fueron a visitarlo solo un par de veces. Otras tantas vino él.
Para las últimas Fiestas, Raúl llegó esta vez acompañado. Día tras día compartieron sobremesas y fotos y confidencias.

El padre de Raúl es mi paciente desde hace años.
En la sesión de hoy, tras repasar lo dicho y no dicho en el encuentro con su hijo, leyó un último mensaje recibido.
Raúl agradecía a sus padres haberle dado algo invalorable: la posibilidad de crecer lejos de la melancolía; y subrayaba que si para ellos fue un tiempo que necesitaron para restañar heridas, él había podido disfrutar de esa libertad.
“Y sí, mi hijo fue generoso al no reclamar lo que quizá no hubiéramos podido ofrecerle. Usted tenía razón: después de tanta culpa que cargué, reconozco ahora que para todos esa distancia fue providencial”.




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