5 de abril de 2012

LENTO Y MINUCIOSO


                                                                                                                                                             

Por las necrológicas supe del fallecimiento de la madre de Javier -admiro a Javier por su descorsetarse como analista y esa forma de enunciar lo justo- y llamé para darle el pésame blandiendo frases de rigor. 
No recibí comentario alguno, pero mientras intentaba despedirme musitó fue un alivio para todos. Y sin darme respiro, robótico, desapegado, contó.

Viví en puntas de pie porque a mamá le molestábamos; llegaba de la escuela y ella en su cuarto, a oscuras; ordenó que nadie la importune. Qué importa. Espero. Quizás se levante, quizás quiera tomar la merienda conmigo en la cocina o si no hay mucho sol, polvillo, tufo, bajo la pérgola cuando el jardinero humedezca el pedregullo. El jardinero omnipresente; un parque demasiado grande y él viejo, lento y minucioso.
Si mamá se instalaba en la terraza (con un libro que apenas leía) permanecíamos embutidos en nuestras cuevas a la espera de una señal que nos convoque: la espío desde mi dormitorio, el jardinero trasplanta en el cuarto del fondo. A ese cuarto de herramienta embrollada, mesa basta con tierra negra, potes cuarteados, provisión de hoja seca, frascos con lombrices y ristra de botellas vacías, nadie entra salvo él y salvo yo... 

Pausa.
Javier hizo una pausa larguísima.
Creí que había cortado. No. Con muy leve cambio en la voz siguió adelante.

Un verano en que mi padre se ausentó, verano que pasa despacioso e hirviendo, era la siesta con la casa entera dormida y el jardinero en esa covacha bajo la mesada con hojarasca y macetas raídas me mostró un pollito: pollito oscuro, movedizo, que guardaba en el pantalón. Podría tocarlo siempre y cuando me portara bien, y siempre y cuando yo -el caprichoso y fisgón- fuese capaz de mantener un secreto pues si los niños revelan secretos parten derechito al infierno.
No supe guardar mucho tiempo el secreto, no pude, lo siento.
Elegí un momento en que mi madre disfrutaba sus rododendros y con mi tonito de caprichoso fisgón le conté el detalle del pollito, el detalle de cómo se movía y el detalle del secreto que te despacha al infierno.
Y mamá escuchó, claro que escuchó. Después, apretando mi mano y erguida como solía colocarse para hacerte una advertencia, dijo “no es para tanto, nadie se murió por eso” 

Nadie se murió por eso, Javier repitió.




foto: Genoveva Ayala

6 comentarios:

  1. Y sí, un sabio Javier: fue un alivio.

    Cómo me gusta leerte, Marta!

    M.

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    1. Javier aprendió que "nadie se muere por eso".
      Entonces esperó.
      Y en la espera pudo ser un analista, uno sin corset; y dedicarse a decir lo justo, sin volteretas.

      Gracias por tus palabras.
      No sabés cómo me gusta que leas este blog.

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  2. Hilda Rosalía Litvin5 de abril de 2012, 20:24

    Marta...una vez más movilizas con el contenido de tus relatos. llenos de temas a poder analizar si nadie muere por eso. No ?

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  3. Hilda: Gracias por tus palabras.
    Para decir una obviedad, hay muchas muertes. Tantas como cada uno tolere.
    El personaje de la historia pivoteó sobre ese desapego para crecer y dar/se a los demás.
    Y es posible que para la madre fue un alivio morirse después de esa vida a oscuras del afecto.
    En fin, la ficción da para que sigamos analizando y fantaseando desde esta historia otras tantas.

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  4. La palabra indiferente es la ideal para este relato.
    Es la indiferencia la que marca ese desamor, esa distancia del Otro, la impavidez.
    Quizás, sin darme cuenta, imaginé esta historia en el intento de prevenir las indiferencias propias y ajenas.

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