Mudar, mudarse.
Mi consultorio
desde hace añares funcionó en el Tercero A de este edificio. En una asamblea de
condóminos se cuestionó que trajinaba por mi piso demasiada gente a ciertas
horas. Son pacientes –no les gustan los pacientes- y supervisandos, amigos,
personajes varios. Se refirieron asimismo al seminario que dicto jueves veinte
horas: a lo sumo quince convocados y últimamente artistas que invito a dar
sus pareceres: reconozco que aumentaron las risas.
Escándalo.
Escándalo, coreaban.
Era mi oportunidad. Al fin me decidiría a
reabrir el consultorio de casa, recuperar el que fuera mi espacio cuando
nacieron mis hijos y quería que estar allí, cerca, lo más cerca posible.
Aclaro que en
esa plúmbea asamblea, alguien abogó por mí. El del 4 A. Solíamos saludarnos con
deferencia en el ascensor, tan cordial él, un tanto esquivo. Pero hará un año
fui a verlo tras escuchar golpes. Golpes cual gritos. Gritos cual golpes romos.
Y portazos: uno, otro, más. Esperé que cesaran para subir.
Le ofrecí ayuda. No necesito, dijo, no
es la primera vez; aunque sin prisa, sesgante, se fue acercando a los hechos.
Contó una historia de maltrato ‑maltrato por parte de su hijo- excedida en
silogismos y excusas. Un viejo agraviado pidiendo perdón nomás por desacelerar,
para acallar. ¿Violencia física? Alguna vez, alguna.
A esa charla
casi le llegó el alba. No sabía cuándo irme, hasta cuánto enterarme; congoja, rabia, ataban a su relato. Un hijo maltratador, pensé, de dónde viene y en
qué circunstancia dejaría de serlo. Pensé nomás. No dije nada.
Al término de la
junta de condóminos anuncié, entusiasta, que al fin me marcho. Les aseguré
que extrañarán a mis pacientes deambulando con la fantasía a cuestas o a mis
alumnos de risas vespertinas. Por último me acerqué al señor del 4 A para darle
las gracias. Y para abrazarlo, por supuesto.
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