Vinieron
a consultarme cuando ya estaban separados.
Él, Augusto, hijo único que a los diez años
sobrevivió del accidente en que murieron sus padres. Treinta y cinco años
después se daba cuenta que no había sido en ningún tiempo feliz, aunque se
esforzó por serlo satisfaciendo a su mujer y a sus dos hijas mediante una
estrategia que ahora, recién ahora, sabía torpe, obsoleta.
Ella, Miriam, aceptó convivir renunciando a
casarse, y tuvo dos hijas seguiditas a pesar de sus propias dudas sobre la
maternidad y de que Augusto toleraría el peso de una familia. Recibía aún una mensualidad de sus padres que también pagaban la psicoterapia de la
nieta mayor y clases de piano de la menor.
Cuando me consultan hace cinco meses que Augusto se ha mudado a un departamento
minúsculo que acicala y decora como nunca lograra imponer en la convivencia.
Miriam recuperó amigos que se reúnen para bailar, pasarse de
copas, sexo sin melindres.
En cuanto comenzaron a narrar sus historias supe que
él ya no quería a Miriam y en cambio ella lo necesitaba más que nunca.
Las dos primeras sesiones fueron embrolladas,
turbulentas; Augusto llorando sin parar, ella acusando y suplicando y
exigiendo y pidiendo perdón a la vez. Él pintando su nueva situación como un
remanso y Miriam describiendo la enorme carga de simular ante sus hijas y su
familia que podía siendo que deseaba irse, lejos, sin dar aviso.
En la misma tarde que debían concurrir a su tercera
sesión, recibí un mail de Augusto notificando que no continuarían. Un mail
seco, sin detallar los motivos, dando apenas a entender su desilusión por mis
intervenciones que calificó como demasiado filosas y claramente a favor de Miriam.
Me dio pena su dolor.
Pena que se sintiera poco contenido por mí.
Mi consuelo es que, al menos, no exterioricé que él
me encantaba y que consideré a Miriam una niñata malcriada incapaz de amarlo
e incapaz de ser lo que ella decía que era.
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23 de junio de 2015
MÁS QUE NUNCA
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