Bibi 17 años. Sarita, su madre, 51.
No soportaba Bibi el estilo de la madre.
Desde su aspecto informal –incluye cabello demasiado corto canas rulos-,
hasta la forma de esquivar cualquier paseo en común o acercamiento. Sarita tan distinta a las
madres turgentes y salidoras de sus amigas.
Un día, no precisa Bibi cuál, la madre
se descompone en la calle. La internan. A las semanas fallece. No hay
diagnóstico. El padre antes que prescriba el duelo, o al menos que pase el
tiempo de la prudencia, se casa con una amiga de la infancia o quizá amante
de toda vida o de media vida. Bibi nunca investigó, pero tampoco los
frecuenta.
Llega a sesión puntualísima. Todavía
quitándose el abrigo comienza su relato.
-Ay, me moría por llegar y contarle. Resulta
que me desperté en medio de la noche tarareando esa canción de volver a los diecisiete después de vivir
un siglo… ¿la conoce, no? No tenía idea de dónde salía eso. Se me venía a
la cabeza versos sueltos como: hasta la
dura cadena con que nos ata el destino… O ese de: … entró el amor con su manto… Me senté en la
cama. A pensar. Y de golpe, así, de golpe me di cuenta que era YO volviendo a
mis diecisiete, y por lo tanto mamá estaba viva. Me puse a charlar, a charlar, lo juro. Así, tranquilas, bajito. Le pregunté tantas cosas,
le pude contar lo que pensaba de ella, de nosotras. Fue respondiendo
con tanta claridad con tanta sencillez…Y entonces -“después de vivir un
siglo”- ahora entendía su desánimo, su pura melancolía, pude comprender que esa ropa
y las canas y el silencio tenían un motivo, un sentido, era casi un mensaje. Me
abrazó mamá. La abracé. Le dije que la quería por si antes no se lo había
dicho. Y cuando me dijo que me quería recordé las tantas veces que me lo
había dicho.
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2 de noviembre de 2015
VOLVER A LOS DIECISIETE
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