En
cuanto terminé la jornada de trabajo, lavándome los dientes antes de ir a dar
una charla, me di cuenta que estaba harta. Hartísima.
Cero ganas de presentarme ante mis colegas para zambullirme en el inevitable clima de confrontación; y siendo obvio que el presente es un pasado del futuro, de todas formas continuar machacando en lo acaecido y por acaecer, en lo que hubiese y debería. Hartísima.
Fue justo antes de partir porque el último paciente de ese día, doctor en
varias filosofías y capitoste en instituciones varias, utilizó la
sesión para denostar a los que se niegan a pensar como él lo que él tan bien
lo piensa. Y en el vilipendiar incluyó a gente que respeto, algunos que aprecio o en quien confío, personas que saben y callan y otras que
saben y dicen. Y mientras él argüía –con habilidad y verba-
permanecí callada. Está al tanto que no opino igual: no lo oculto en
público aunque, por supuesto, jamás debato en consulta.
Fui a
dar la charla.
Aclaré
que lejos de ajustarme al tema pactado, me centraría en lo que al lavarme los
dientes descubrí. Y así, tras mi improvisada exposición y tras un
espeso silencio del puñado de colegas presentes, nos lanzamos con impaciencia
mas con respeto a encontrar aquello en lo que acordábamos que no era mucho
pero hacía bien.
Estamos
aprendiendo.
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2 de marzo de 2016
CONFRONTACIÓN
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