Sin duda, la mejor clínica del país. Cero asepsia o silencio de desinfectante. Por el contrario: butacones mullidos, palmeras estratégicas, graffiti fresco junto a la puerta. Tampoco, dice el graffiti.
La recepcionista a tono con las alfombras asegura haberme reservado un consultorio para entrevistar a mi paciente. Nada de paciente le aclaré, es colega, es amiga, es la que me incitó a enseñar, es la joven directora de la cátedra, es la venerada por los estudiantes.
Al fin acude Helga, pálida, arrebujándose en un chal; intenta tocarme y el gesto se diluye.
¿Mejor? Mejor, dice Helga.
Cómo fue, quiero saber.
No sé sí comprenderás, Helga suspira. Me desperté al alba, obcecada, necesitando finiquitar esa carta; pensé que ustedes la leerían y que debía ser perfecta. Tenía miedo. La gente tiene mucho miedo: a Dios primero, pero sobretodo a la locura.
Helga describe cómo una tormenta irrumpe y tensa a sotavento las hojas donde redactaba de puño y letra la renuncia a la cátedra. El mar revolcándose en su escritorio cual si fuera escollera, cual si fuera puerto. Le impide escribir ese escándalo de oleaje sacudiendo una aldaba puño de bronce y el graznar de pájaros navegantes. Tomó las pastillas para pensar.
Unas pocas, quizá cuatro o cinco, que no matan a nadie, lo sé.
Fueron mucho más que cinco. El hijo la encuentra al levantarse. Llama a Emergencias hasta que atienden. Se equivocó en la dirección y llama hasta que rectifican. Busca en la agenda el número del analista de Helga y ni conoce el nombre. Ubica a su padre que cursa otra familia. Llega la ambulancia y le impiden mirar aunque les ruega. La trasladarán en camilla y él va detrás pero rehúsan cargar con un mocoso. Persistirá junto al teléfono por si alguien da una consigna, o al menos lo recoge y lo lleva al lugar que se la llevan.
Helga no quiere que juzgue o la interprete y yo jamás haría eso. Menos desea la pirotecnia de la jerga. Odio la jerga. Intenta irse y se lo impido: no va a pelearse conmigo ni está sola en este atasco. La abrazo y abrazo. Y le prometo que iré de inmediato a explicarle a su hijo que ella llamará en cuanto pueda.
foto: R. Rempel
El texto me dejó paralizada, me sentí identificada con las dos mujres. Parece que la profesión nos hiciera vulnerables. ¿Más que en otras?
ResponderEliminarPatricia: Buena pregunta.
EliminarNo sé si nuestra profesión (supongo que te referís a ser analista) nos hace más vulnerables que otras. De verdad, habría que re-pensarlo.
Quizás estamos más pendientes de nuestra vulnerabilidad, del pudor por ser vulnerables, y del lo que cuesta ponerla entre paréntesis al menos cuando trabajamos.
Mi amigo poeta dice que hay que volver a la poesía que todo lo explica, todo lo cura. Será cosa de probar...
Hola,
ResponderEliminarEs la primera vez que entro a tu Blog -desconozco tu nombre- y me ha entretenido -mucho- tu mini relato.
Su ritmo es rápido y tus palabras evolventes -sensuales y con un ritmo trepidante-, me gustó. Me he hecho seguidora, me dejaré por tu huequito cuando tenga tiempo. Bravo amigo-a ¿?
Besos,
Ann@ Genovés
P.D. Me gustan el nombre, el diseño y las imágenes.
Te envío el enlace del mío por si quieres visitarlo. Gracias
http://annagenoves2012.blogspot.com.es/
Gracias por tus palabras, por tu mirada, por la invitación.
ResponderEliminarAl final de cada historia se aclara que la publica Marta Kapustin, que vengo a ser la que escribe estas ficciones. Historias apócrifas sobre historias vividas: de analistas y analizados, como vengo siendo y fui.
También se nombra a los fotógrafos que generosamente me han facilitado sus imágenes. En pocas ocasiones acompañé un relato con un detalle de mis cuadros.
Ahora no queda más que transitar este puente que hemos tendido.