24 de febrero de 2013

CIEN Y CIEN





No bien comencé a estudiar Psicología recibí de mis padres 100 libros, nuevos y usados. Una delicada selección de los mejores escritores. Novelas, poesía, cuentos. Varios ya los había leído y no lo confesé pues llegaría el momento de releerlos. Sí, ya en esos años era una lectora voraz, rastreadora de perlas en austeras librerías.
Ese obsequio traía un mensaje implícito: para ser psicoanalista aprender de los poetas o ser uno de ellos, y en la literatura se plasma el mundo vivido y el mundo soñado de la gente al igual (¿mejor?) que en la bibliografía especializada que abordaría en la carrera.
Al inaugurar mi consultorio ubiqué en un sector de la biblioteca a los 100 juntos cual homenaje a los que obsequiaron y al guiño que conllevan.

Tina es una paciente de reciente llegada a mi consulta, tras un decepcionante tratamiento con un colega. Una mujer ocurrente, sagaz.
Su preocupación y queja se centran en que después de un corto matrimonio y acerada separación no ha logrado ser querida como cree merecer, que va perdiendo amistades y las ganas de reemplazarlas.
El lunes llegó a sesión visiblemente molesta, el fin de semana había transcurrido entre compras, tele y comida chatarra. No quiso sentarse, prefirió dar unos pasos comentando el arreglo de mi consultorio. Ese cuadro nada agraciado, ese otro interesante; una foto que supone de mis abuelos aunque son mis maestros, el previsible trocito del Muro de Berlín. 
Dejó para el final la biblioteca. 
Se detuvo justo frente a los 100 volúmenes y en un santiamén señaló enfáticamente que allí no había más que cuenteros y poetastros arracimados, biografías apócrifas con novelones decimonónicos en yunta, mixtura de obsolescencia y vanguardia altisonante, amén de otras tantas aseveraciones aunque quizá pocos o ninguno de esos libros ha leído.

Me molestó, me dolió. Y cuando noté mi enojo y mis ganas de pelearme con ella, visualicé en su total dimensión lo que venía suponiendo.
Entonces con parsimonia pasé a describirle -como en cámara lenta muy lenta extremando cada detalle- lo que acababa de suceder; gesto a gesto incluyendo la ligereza al ojear la biblioteca y la premura para enjuiciar, todas sus palabras, todas sus inferencias e insinuaciones. Cámara lenta hasta agotar el recuento.
Tina se vio a sí misma. 
Le molestó, le dolió. Pero comprendió, claro que comprendió y por eso ni amagó irse antes de tiempo como suele. Quiso escuchar el recuento hasta el final.



2 comentarios:

  1. Querida Marta: cada tanto te leo y reviso las historias anteriores. Esa analista que dice ser el personaje de esas historias se muestra de una forma a veces cruda, a vece desfachatada. Me pregunto qué pensarán tus pacientes, si es que te leen. Me pregunto si mis pacientes que te leyeran supondrían que también yo tengo dudas, miedos, defecciones. Un abrazo, JT.

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  2. Mi querido amigo:
    esa analista se muestra así porque es un personaje de ficción.
    Claro que de paso intento -intento,repito- desacralizar el oficio y decir lo que no se dice. Decir lo que no me atrevería a ventilar de mi vida, de nuestra vida, ni de los que siendo del gremio son mis pacientes. Decir aquello sobre lo que sabemos demasiado y sobre todo de lo que no hemos logrado saber nunca. Ni deberíamos saber, dirás.
    Y quizás los pacientes que me leyeran aprovecharán estas ficciones del blog para elucubrar y escarbar en lo propio. Ojalá.

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