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La despertó el zumbido del celular. Apenas amanecía. Mirá las noticias, le dijo su hermano
  y cortó de inmediato. 
Hacía cinco años, desde la muerte de sus padres, que no se comunicaban por una disputa en relación a la herencia. No era una gran
  suma, pero ella portaba un orgullo inapelable, y no quiso atender razones ni
  darlas. Dejaron de verse. Y de a poco dejó de extrañarlo. 
Encendió el televisor e hizo un esmerado zapping. En
  cada canal la misma foto. Se instaló de modo tal de tenerla en la mira,
  boquiabierta, aturdida y desasosegada. La foto no coincidía con el texto que los locutores
  leían y menos con lo que callaban. 
Se declara enferma y avisa que ese día no irá a trabajar. Nada
  más quiere estar allí, abulonada ante al aparato, trotando de un noticiero a
  otro. Aullar, si supiera. Llorar, si pudiese.  
Al filo de la noche su soledad -la que venía toreando
  con éxito, la que su orgullo inapelable le enseñó a encubrir- se hizo
  insoportable.  
Con extremo pudor llamó a su hermano y él respondió y
  ella dijo estoy viendo y él dijo yo también y ella pidió casi rogó y él dijo
  ahora voy agregando no tenés que disculparte antes de cortar. 
Llega y se sienta a su lado. Juntos a no perder de
  vista la foto. Y cuando ella se lanza a sollozar y a moquear y a retorcerse
  las manos, ni la abraza: simplemente permanece a su lado frente al televisor. | 
24 de enero de 2015
AHORA MISMO
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