Una vez al mes nos reunimos varios colegas en algo que de puros grandilocuentes titulamos Ateneo. Un tanto de chisme, eventual revisión teórica, presentación de un caso -anónimo, no teman. Nunca falto. Es la oportunidad de charlar con Leo, otro de asistencia perfecta.
Comencé a apreciar a Leo cuando en una de las alambicadas fiestas de la comunidad Psi, él, que pasaba de solterón moroso, aparece por primera vez con Teddy, su pareja de siempre. Hubo fruncida de narices, política y correctamente disimuladas.
Y Teddy, terror y toreador de mojigatos, en el sarao cuenta una riada de anécdotas picudas. Ay, Sus Señorías. Y antes de partir, para terminar de epatar a los presentes bailó la danza del vientre sin camisa. Ay, Sus Majestades.
Amé a Teddy.
A Leo lo amé después.
En un momento que no lograba decidirme a decidir, le pedí ayuda. Unas pocas entrevistas, condicioné de entrada. Pasaron una cuantas sin que se expidiera; o quizá despachó un par de obviedades dignas de la rumiante y sabelotoda que tenía adelante.
A la mitad del que sería el último encuentro, me invita a que nos paremos frente a frente. Tomo recaudos. Me ubico lejos. Entonces suave pero firme pero contundente me acerca a él tirándome de los hombros, apoya su frente en la mía, y suelta un tronador y sostenido BASTA.
Un Basta sacacorcho, timón y flecha.
Aún hoy, si un vericueto paraliza, revivo la tenaza de sus manos en mis brazos, el aliento a tabaco y mentol pegado a mi aliento, y a ese Basta que guió y guía.
Me gustan tus miniaturas. En esta quedé impactado con los personajes: el torero y el colega que la obliga a decidirse con un gesto y no con palabras. Y me gustó que ames a los dos.
ResponderEliminarLa ficción sigue asombrándome.
ResponderEliminarNadie como al torero tuve la suerte de conocer y menos en esas circunstancias: el filtro del ambiente suele ser, lástima, eficaz. Lo hubiera amado, sin duda.
Y nadie como su pareja tuve la posibilidad de que me ayudase a tomar decisiones con un basta definitivo. Me lo perdí.