El enigma del avión desaparecido estuvo presente en estos días entre mis
pacientes. Y en casa. Con los amigos. Hipótesis, intrigas, indignaciones. Y
quimeras. Y secretos.
Cosme es un colega con el que suelo encontrarme en la institución donde ambos damos clase;
nos contamos cosas, me hace bien escucharlo, dice que le sirve escucharme.
También él se dedicó estas semanas a conjeturar sobre ese vuelo, pero el
jueves me adelantó que le urgía comentarme algo. Personal, digamos.
Hará unos diez años, volviendo de un congreso, solo, Cosme voló de noche
en una compañía de renombre. Le tocó sentarse al lado de una chica, joven, agraciada, a la que saludó con señas y monosílabos pues no compartían
ningún idioma.
En cuanto se disponían a cenar, el aparato comenzó a perder altura al
toparse –infiere él- con una tormenta: las azafatas corrieron a sus butacas arrastrando malamente los carros de servicio y ni quitaron lo que ya se había
repartido. Rodaban por el pasillo envases, loza, comida; se abrieron un par
de compartimentos para el equipaje sin que nadie se atreviese a cerrarlos. El
ronquido del fuselaje y el gruñir de los asientos y el llanto de un par de
niños y una mujer que maldice y alguien exigiendo que le atiendan. Las
mascarillas de oxígeno cayeron.
Sucedía tan de prisa. Quién quería pensar, quién comportarse. Cosme
comprende de inmediato que no teme morir: es pavor a sufrir. No, ni
siquiera miedo a sufrir: no soporta estar solo en esa circunstancia.
Por eso, cuando ya le fue imposible aguantar otro bamboleo, quiso tomar de la
mano a su vecina. La chica mal entendió el gesto –infiere él-, y además de
rechazarlo con suma violencia, emitió un sonido filoso que no era palabra ni
era clamor. A Cosme ese sonido le continuó rebotando en el cuerpo y creyó que también a todo la cabina.
Aterrizaron.
Cosme salió al final, último se animó a recoger la maleta. Por suerte lo
esperaba su mujer, al abrazarla pudo llorar; le costaba moverse y decir. Recién en el camino de regreso a casa, poco a poco, narró lo vivido
con el bramar del asiento y su taza quebrada y la máscara de oxígeno que
nunca supo ajustársela…. A punto de detallar la escena con la vecina detuvo el relato: imaginó que también su mujer podría mal interpretar
el gesto y decidió ocultárselo por siempre.
Y por siempre se lo ha ocultado.
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foto: Rolf Rempel
Estimada Marta: sus relatos me gustan, pero no entiendo bien el manejo verbal del pasado, del pretérito, que de alguna manera me choca.
ResponderEliminarSu admirador respetuoso.
José Luis Arreola Lajo (Alicante)
Estimado José Luis: muchas gracias por sus palabras.
ResponderEliminarEntiendo que le choque esa subversión de la gramática. No soy muy original en eso, lo sé: copio a un par de escritores que admiro.
Un abrazo y hasta pronto!
Marta Kapustin
Marta: esa subversión de la gramática es lo que hace encantadores tus escritos. Te lo dice una persona que lucha contra su propia rigidez y su excesiva prolijidad. Creo que alguien alguna vez te puso que no tenías el "corset literario", y me pareció una definición perfecta. Besos
ResponderEliminarMi querida Ana, muchas gracias.
ResponderEliminarLeyendo tus cosas nadie diría que estuviste luchando, sino retozando con y en las palabras.
Saltimbanqueo en la gramática deliberadamente. Corrijo hasta la nausea, afilo y afilo. De todas formas -lo habrás experimentado también- igual una se topa con la maestra de puntero fácil que todos llevamos dentro.
Un beso y un abrazo.
Frasco y actual. Un besazo, Anna
ResponderEliminarQuerida Anna, tardío pero no por eso menos sentido agradecimiento a tus palabras. Que una escritora de fuste como tú me leas, ya es un halago.
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