Olga en cuanto regresó de las vacaciones me buscó por Skype.
-¿Qué tal esas vacaciones?
-Bien. Bueno, más o menos. No sé.
-¿Qué pasó?
-Conocí a un señor. Me gusto. Me encantó. Me fascinó. Fueron cinco días
nada más, pero lo pasamos fantástico. Pasión, mucha. Y montón de
coincidencias. Charlamos, charlamos sin parar.
-Genial entonces…
-…no, nada genial. Lo arruiné todo porque a último momento me puse mal,
rara, y en la despedida le di una dirección de e-mail falsa, un número de teléfono
falso.
Olga es una mujer guapa, lúcida. Se separó hace añares y cada tanto
decide que ha de cambiar su vida en forma radical, salir a conquistar sin
miramientos –ciertos viajes, clases de tango, solosysolas-, y sin
embargo jamás se entusiasmó con hombre alguno.
-¿Qué te pasó, Olga?
En esos cinco días Olga se muestra entusiasta, disponible, relajada, amorosa.
Habla de sí misma, aunque nunca suele. Cuenta historias de finales felices.
Sin embargo.
Ocultó que vive en una zona que detesta. Que su ropa siempre al borde de
lo inusable es síntoma y emblema. Que ha guardado un sinfín de objetos
inútiles que representan las pocas decisiones que supo tomar. Que tiene
un consultorio pobretón porque ha perdido la fe en su profesión y en todas
las profesiones que pudiere ejercer. Que la otrora prominente seguidora de
Lacan, sólo recibe retazos del trabajo de otros. Que tiene una familia
impresentable que reclama o recrimina. ¿Cuánta verdad queda?
Reconocerse harta, por ejemplo. Admitir que no soporta su propia cobardía.
Que cuando ardían las Torres Gemelas, envidió a los bultos desplomándose desde las alturas porque a ésos algo legítimo, indiscutible, perentorio, les
permitía finiquitar de una vez.
-Olga: era prematuro contarle ciertas cosas...
-Sí. O quién sabe. Quizá hubiera cabido la simple, prístina verdad. Ir quitando
capa tras capa hasta llegar al hueso de la verdad. Pero no: una cosa es la
verdad, y otra es quedar expuesta.
|
foto: Genoveva Ayala
No hay comentarios:
Publicar un comentario