Al fin, nació. Una beba plácida de 2 kilos novecientos, capuchón de pelusa oscura en la coronilla, boquita. La parturienta exhausta tras la cesárea y la abuela cabeceando al pie de la cuna. Una enfermera anida las almohadas y controlan fiebres; visitas por ahora en la sala de espera.
Cuando Helen me
consultó tenía 38 años. Eran los días aletargados del verano. Ella concurría a
mi consultorio los jueves a la noche tras jornada tediosa de oficina; comía un
sándwich en el barcito de la esquina antes de ovillarse en el diván desgranando
un relato exhaustivo de búsquedas fallidas.
Había resuelto
que siendo soltera sin pareja sin visos de tenerla, sola buscaría un hijo. O
dos, aventuró. Decidida a lograr lo que denominaba un embarazo científico comienza
por un Banco de semen amén del sin fin de pasadizos y vericuetos por los que
discurría con progresiva desilusión, progresivo hartazgo.
Hace 33 semanas
y cuatro días, a regañadientes, Helen viaja a su ciudad natal para participar
en una fiesta de familia. Allí se topa con un amigo de la infancia –verde
pero centelleante pero idóneo, lo definió-e inmediata y desesperadamente
se enlazan en un romance irrepetible, volátil.
Sin saberlo
Helen regresa embarazada. Embarazo de riesgo le diagnosticaron e hizo reposo casi
absoluto durante meses: concertamos entonces sesiones por skype o en su
domicilio cuando hubo amenaza de aborto.
Hoy nació la
beba. Capuchón de pelusita en la coronilla, pucheritos. Azucena será su único
nombre y en cuanto al apellido portará el de la madre.
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