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Me invitan a ser uno de los expositores en un
seminario. El tema controversial. Los otros componentes de la mesa, colegas
experimentados; uno de ellos, cáustico, de temer. El público, siempre, ávido
de lucirse cuestionando.
Puedo no aceptar la invitación.
Estoy muy tentada de aceptarla.
El viernes repasé mis notas, me encantaron un par de
conceptos que podría desarrollar, me vi en la escena. Y perdí el sueño.
En la madrugada erré por mi casa tratando de entender
qué, qué me sucedía.
Era obvio que me estaba angustiando. Recién en el
desayuno fue cuando, enresortado, emergió un principio de explicación de mi
estado: la encadenadura de interrogantes.
¿Por qué uno debe (de)mostrar quién es, lo que sabe, lo
que es capaz de dar o pensar o crear?
No estoy hablando de las exigencias laborales o
familiares, evidentemente. Sino de aquello en que podría uno NO ser parte,
pero de todas formas nos vemos tentados (o compelidos) de estar. No sólo
estar: pasar como simpáticos, flexibles, eficaces, complacientes.
O cultos.
O heroicos.
O modernos. Incluso elegantes.
Si se suele desplegar – con o sin imposición-
cualquiera de esas llamadas cualidades, acaso se logrará en algún momento
darse el permiso de dejar de hacerlo. Cuándo, cómo. Pero momento: ¿vale la
pena dejar de hacerlo? De verdad: por qué dejar de hacerlo.
Dicen que funciona como una obligación. Dicen sabemos
quién es el genuino interesado, ¿o estamos aún intentando averiguar quién es?
Ayer a la tarde, tras contradictorios y efímeros
razonamientos decidí cuál sería mi respuesta. Aunque, sin embargo, todavía no
se las envié.
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20 de agosto de 2017
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