20 de agosto de 2017

EXIGIR



Me invitan a ser uno de los expositores en un seminario. El tema controversial. Los otros componentes de la mesa, colegas experimentados; uno de ellos, cáustico, de temer. El público, siempre, ávido de lucirse cuestionando.
Puedo no aceptar la invitación.
Estoy muy tentada de aceptarla.

El viernes repasé mis notas, me encantaron un par de conceptos que podría desarrollar, me vi en la escena. Y perdí el sueño.
En la madrugada erré por mi casa tratando de entender qué, qué me sucedía.
Era obvio que me estaba angustiando. Recién en el desayuno fue cuando, enresortado, emergió un principio de explicación de mi estado: la encadenadura de interrogantes.
¿Por qué uno debe (de)mostrar quién es, lo que sabe, lo que es capaz de dar o pensar o crear?
No estoy hablando de las exigencias laborales o familiares, evidentemente. Sino de aquello en que podría uno NO ser parte, pero de todas formas nos vemos tentados (o compelidos) de estar. No sólo estar: pasar como simpáticos, flexibles, eficaces, complacientes.
O cultos.
O heroicos.
O modernos. Incluso elegantes.
Si se suele desplegar – con o sin imposición- cualquiera de esas llamadas cualidades, acaso se logrará en algún momento darse el permiso de dejar de hacerlo. Cuándo, cómo. Pero momento: ¿vale la pena dejar de hacerlo? De verdad: por qué dejar de hacerlo.
Dicen que funciona como una obligación. Dicen sabemos quién es el genuino interesado, ¿o estamos aún intentando averiguar quién es?

Ayer a la tarde, tras contradictorios y efímeros razonamientos decidí cuál sería mi respuesta. Aunque, sin embargo, todavía no se las envié.



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