9 de octubre de 2017

AMISTAD Y VICEVERSA



Ya lo sé, dice Carmela. Los milagros no existen, pero a veces suceden.
Y se lo digo a usted -que es mi psicoanalista y me conoce más que nadie- sin el menor pudor: me merecía un milagro. Yo, la que dejé de lado tanta cosa, incluyendo amor, conexiones y trabajos, de golpe contrato a un ebanista para que arregle un viejo aparador y aparece Saúl con esa apacibilidad envidiable. Puesto a revisar el armatoste no deja de conversar esa tarde y parte de la noche. Departir y descubrir el mutuo furor por Sibelius, el repudio a políticos mesiánicos, la expectativa del ocaso en el otoño.
Centrados en buscar y remarcar y asombrarnos de nuestras filias y fobias, nunca, le juro, hubo nada que rozase la seducción o el histeriqueo, el sexo explicitado o reprimido. Nada. Aprecio y comprensión. Mensajes, travesías, festejo de nuestros denostados cumpleaños.
Los acontecimientos confirman la necedad de los milagros.
En Junio, Saúl conoció a Elsie. No pregunte dónde ni cómo surgió eso que él no llama noviazgo pero ella sí. Llegó entusiasmado a referirme detalles e ilusiones. En un principio me alegré por él, con él. Sin embargo, en cuanto me la presentó antes que pronto supe que de ningún modo congeniaríamos. La sentí adusta, malavibra, fiscalizadora. A ella –Saúl me lo confesó- le parecí engolada, banal e insaciable.
Lo cierto es que Elsie sugirió primero y exigió después –sin revelarse exigiendo- que Saúl espaciara sus encuentros conmigo. Y él, que es un santo, un santo cursando pasión, le viene haciendo caso.
Sufro.
Sufro por él.
Sufro, sobre todo, por esa premisa de que una mujer no puede tener amigos hombres y viceversa. Amigos simplemente, digo. Y que si cada miembro de la pareja conserva una previa amistad íntima, los celos la zarandearán hasta que desaparezcan complicidad y lealtades.
¿O estoy exagerando?





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