12 de septiembre de 2012

MUDARSE

                                                                   
 
               Mudar, mudarse.
Mi consultorio desde hace añares funcionó en el Tercero A de este edificio. En una asamblea de condóminos se cuestionó que trajinaba por mi piso demasiada gente a ciertas horas. Son pacientes –no les gustan los pacientes- y supervisandos, amigos, personajes varios. Se refirieron asimismo al seminario que dicto jueves veinte horas: a lo sumo quince convocados y últimamente artistas que invito a dar sus pareceres: reconozco que aumentaron las risas.
Escándalo. Escándalo, coreaban.
Era mi oportunidad. Al fin me decidiría a reabrir el consultorio de casa, recuperar el que fuera mi espacio cuando nacieron mis hijos y quería que estar allí, cerca, lo más cerca posible.

Aclaro que en esa plúmbea asamblea, alguien abogó por mí. El del 4 A. Solíamos saludarnos con deferencia en el ascensor, tan cordial él, un tanto esquivo. Pero hará un año fui a verlo tras escuchar golpes. Golpes cual gritos. Gritos cual golpes romos. Y portazos: uno, otro, más. Esperé que cesaran para subir.
Le ofrecí ayuda. No necesito, dijo, no es la primera vez; aunque sin prisa, sesgante, se fue acercando a los hechos. Contó una historia de maltrato ‑maltrato por parte de su hijo- excedida en silogismos y excusas. Un viejo agraviado pidiendo perdón nomás por desacelerar, para acallar. ¿Violencia física? Alguna vez, alguna.
A esa charla casi le llegó el alba. No sabía cuándo irme, hasta cuánto enterarme; congoja, rabia, ataban a su relato. Un hijo maltratador, pensé, de dónde viene y en qué circunstancia dejaría de serlo. Pensé nomás. No dije nada.

Al término de la junta de condóminos anuncié, entusiasta, que al fin me marcho. Les aseguré que extrañarán a mis pacientes deambulando con la fantasía a cuestas o a mis alumnos de risas vespertinas. Por último me acerqué al señor del 4 A para darle las gracias. Y para abrazarlo, por supuesto. 

               

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