Teo fue un niño de maestros particulares, eterno distraído fantaseando con periplos que emprendería. Y emprendió.
Desde que accede a la mayoría de edad, arribando la
primavera ‑en cuanto apenas se intuye, de hecho- saca un baúl pequeño y mustio,
guarda un par de cosas nunca muy útiles ni suficientes, y se dispone a partir
sin fijar fecha. Allí por mediado de mes, anuncia a su mamá que
comenzó a llorar la despedida antes.
El padre, dentista con clientela en retirada, lo deja ir siempre y cuando no tenga que solventar sus vagabundeos entre Murcia, Delft, Camponostro; aunque cada tanto sucumbe a los ruegos de Teo y envía un giro. Magro, eso sí.
El padre, dentista con clientela en retirada, lo deja ir siempre y cuando no tenga que solventar sus vagabundeos entre Murcia, Delft, Camponostro; aunque cada tanto sucumbe a los ruegos de Teo y envía un giro. Magro, eso sí.
Una mañana ya el chico no está para el desayuno: se
retiró su aro para la servilleta, tampoco se comenta el asunto pues nada de pesadumbres en la mesa.
En el transcurso de uno de esos viajes murió la madre.
Teo regresó de apuro.
Teo regresó de apuro.
Ya la habían enterrado. Desaparecieron los medicamentos de la enferma, ese olor injuriante en los edredones, rastros de los cojines. Una foto
de la señora se colocó en el comedor y alguien la quitó al día siguiente.
El dentista cambió el modelo de anteojos
y de auto; convirtió su consultorio en un despacho de entrada prohibida donde,
dicen, solían oírse voces de fiesta, murmullos.
Y se dedicó el señor a administrar la lucrativa
herencia de la fallecida y del botarate de su hijo a la deriva.
Y se dedicó el señor a jugar blackjack con suerte
dispar en clubes también de entrada restringida.
Y se dedicó el señor a desterrar sobrantes de la
historia familiar en un recoveco donde muchos años después Teo encuentra cartas
encintadas de su madre que me lee en la sesión en que al fin habla de ella.
Cartas al hijo, detallando escenas -probablemente
falaces- de una vida apacible, mansa, y que nunca le envió.
Que divina historia, me gustaria que me leyeran esas cartas...
ResponderEliminarA mí también -como a la analista de la historia- me gustaría que me las leyera.
ResponderEliminarHan de ser cartas llenas de suspiros y secretos obviamente, cuestiones calladas y soportadas. Cartas confesiones, cartas memoria.