Walter se incorporó a nuestra cátedra este año. Siempre muy reservado, hasta que en la
última reunión de trabajo llegó tarde e inició una
discusión improcedente. Tuve la sensación de que estaba algo ebrio y lo invité
a salir (le exigí, de hecho) yendo tras él rumbo a las escaleras. Allí nos
sentamos, allí me contó.
Desde que enfermó papá –dijo Walter- empecé
con el purgatorio del no dormir, y por no capitular ante el insomnio me agencié
de un botellín de ginebra aunque me perseguía la idea de que él, que odiaba el
alcohol por antecedentes familiares, estaría avergonzado. Sin embargo, en
cuanto el viejo murió, ya no se trataba de una eventual copita
preventiva: pasé a beber para pensar, para estar disponible. No me emborrachaba
ni buscaba olvido como en el tango; correspondía sobrellevar la jornada,
participar de la escaramuza familiar, soportar a los alumnos, a los pacientes.
El alcohol apalea la rabia. Bebí sin horario hasta comprender que se me podía
ir de las manos. Intenté parar: un día seco y enseguida vuelta para atrás. Un
fin de semana abstinente y sin embargo una original, sólida excusa me empujaba a
las copas. De estar convencido que ni soñando dejaría, saltaba a jurar ante la
tumba de mi padre que nunca más y el propósito se diluía esa misma noche. Hasta
que mi mujer me lo contó. Mi nene, mi adorado, dijo que yo olíagrande. Yo, su padre, apestaba. Si era así, oliagrande para mi pareja, mis
amigos, en el aula. Renuncié a la bebida con gran esfuerzo pero, dicen, me
volví taciturno, huraño; y pasé a tener miedo, miedo a cosas increíbles. Ayer
cuando regresé del consultorio encontré una carta de mi mujer en la cocina: se
fue porque no soporta mi humor y mi indiferencia, se llevó al nene y un poco
dinero y un poco de ropa a casa de mis suegros.
Eso es
todo, dijo Walter.
Lo
abracé. No había otra cosa que hacer.
foto: Rolf Rempel
Un relato actual que está impregnado de angustia.
ResponderEliminarAlcohólico reconvertido por amor y con mucho esfuerzo, que ve cómo se queda solo.
Hermoso y estremecedor. A veces, no se sabe qué es mejor.
Un abrazo, Anna
Muchas gracias Anna. Siempre está allí.
ResponderEliminarSí, la soledad acechaba y buscó apagar la hoguera atizando en fuego. Se va derrumbando y no lo nota, ni se lo hacen saber a tiempo. No era indiferencia, no era saturnidad lo suyo: sólo soledad,y su mujer tampoco se ocupó en saberlo.
La bebida apalea miedo y rabia, pero también termina bebiéndose al sujeto.