Fui a un Congreso justo al lugar donde pasé todas las vacaciones de mi infancia.
¿Quién recortaba entonces la costa y mojaba la
arena? Quién la secaba.
A dónde partieron las sombrillas voladoras y los
sillones de mimbre para mecerse. Por qué cabían más piedras en el baldecito
que bichos en mi sombrero.
Y esas nubes regordetas, para qué llegaban de
improviso. ¿O venían acaso a exigirme que durmiese la siesta?
El sol teñía de pecas únicamente las narices. Tan
prudencial el viento con nuestro fortín de la orilla; y cuán crujidores
los barquillos e impacientes los helados. Sonaja, el mar.
¿Sobreviven los barcos que caen en el horizonte?
Mi madre prometía sentarnos en su regazo a desovillar travesías y naufragios,
siempre que lográramos el máximo silencio.
Casa de sombras y en flor. Pasillo para la mancha, culebreantes las rayuelas.
Té helado con familias de bien, en la rambla.
Prendedor de jazmín fresco. Trencitas enhiestas. Sandalias. Chicas de almidón, mocosos
pantalón corto, señoras cuellito de encaje.
A última hora del viernes mis padres se iban a
bailar, al casino, a cenas de medianoche.
Y al día siguiente papá aparecía en el balneario
tarde, y tras atiborrarse de calamares fritos, desafiaba a los vecinos a
escandalosos partidos de paleta: jugaban con fiereza, piropeaban. Luego, como
si el crepúsculo fuese inagotable, me enseñaba a hacer la plancha, narrándome
la epopeya del Hombre desde que abandonó el agua en pos de ser Humano. Fuimos
peces, hijita, nadadores fantásticos zambulléndonos hacia el fondo del fondo
para conversar con las sirenas. ¿Mamá es sirena? Sí, la más bonita de todas.
¡Que me devuelvan aquel mar de la infancia!
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foto: Rolf Rempel
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