25 de septiembre de 2014

MAR Y MAR










Fui a un Congreso justo al lugar donde pasé todas las vacaciones de mi infancia.

¿Quién recortaba entonces la costa y mojaba la arena? Quién la secaba. 
A dónde partieron las sombrillas voladoras y los sillones de mimbre para mecerse. Por qué cabían más piedras en el baldecito que bichos en mi sombrero.
Y esas nubes regordetas, para qué llegaban de improviso. ¿O venían acaso a exigirme que durmiese la siesta?
El sol teñía de pecas únicamente las narices. Tan prudencial el viento con nuestro fortín de la orilla; y cuán crujidores los barquillos e impacientes los helados. Sonaja, el mar.
¿Sobreviven los barcos que caen en el horizonte? Mi madre prometía sentarnos en su regazo a desovillar travesías y naufragios, siempre que lográramos el máximo silencio.
Casa de sombras y en flor. Pasillo para la mancha, culebreantes las rayuelas.
Té helado con familias de bien, en la rambla. Prendedor de jazmín fresco. Trencitas enhiestas. Sandalias. Chicas de almidón, mocosos pantalón corto, señoras cuellito de encaje.
A última hora del viernes mis padres se iban a bailar, al casino, a cenas de medianoche.
Y al día siguiente papá aparecía en el balneario tarde, y tras atiborrarse de calamares fritos, desafiaba a los vecinos a escandalosos partidos de paleta: jugaban con fiereza, piropeaban. Luego, como si el crepúsculo fuese inagotable, me enseñaba a hacer la plancha, narrándome la epopeya del Hombre desde que abandonó el agua en pos de ser Humano. Fuimos peces, hijita, nadadores fantásticos zambulléndonos hacia el fondo del fondo para conversar con las sirenas. ¿Mamá es sirena? Sí, la más bonita de todas.

¡Que me devuelvan aquel mar de la infancia!







 foto: Rolf Rempel

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