19 de abril de 2015

GOTEO






















Leonor fue perdiendo amigos. No sabe el motivo. Ni cuándo arrancó el goteo.
Supuso que les aburrió, que nada de ella valía la pena; o que buscaron interlocutores afines a nuevos intereses, mientras ella era insoportable e indolentemente chata, desabrida. En horas bajas consideró que varios o todos – desenvainaba sus nombres- resultaron ser ingratos, envanecidos y ambiciosos. Ella ya tenía pareja, buen trabajo y sus libros: no precisaba otra cosa.

Cuando su único hermano empeoró, lo internaron en un pabellón especial. El padre vivía en otra ciudad en otra vida en otra galaxia; y la madre, impresionable y frágil, fue incapaz de ocuparse. He ahí a Leonor, acompañando una agonía sin diagnosticar, instalada en sala de espera de la UCI, mimetizada con el personal y ocupándose en orientar a los que creen que con pasar allí cada noche sentados, cabeceando, salvarán al enfermo.
No sabe cómo se enterarían, lo cierto es que recibió el primer mensaje justo llegando al hospital, y esa misma tarde otra ex compañera del trabajo se apersonó. Aquel amigo que solía escribirle retomó el hábito. La que fuera su aliada antes que se alejasen sin excusas, fue a buscarle a la oficina y retomaron la charla desde el punto tan exacto que habían dejado que dio vahído. Y risa.
De a uno, de a dos, -un sábado contó siete- fueron circulando, abrazando y propinando esas frases compasivas que Leonor detesta pero aceptó pues ahora las cosas eran así, de otorgar, de ceder.
Demasiado temprano telefoneó. Hola, dijo, y distinguí que era Leonor a pesar de los años que no la escuchaba. Hola, te hablo despacito –dijo- porque a mi lado gente duerme sentada. Entonces supe que no cabía más que preguntar dónde. Y salí sin demora. Y la estreché sin tapujos. Y solté varias de esas palabras de consuelo que ella odia.


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