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Leonor fue perdiendo amigos. No sabe el motivo.
Ni cuándo arrancó el goteo.
Supuso que les aburrió, que nada de ella valía
la pena; o que buscaron interlocutores afines a nuevos intereses, mientras
ella era insoportable e indolentemente chata, desabrida. En horas bajas consideró que varios o todos – desenvainaba sus nombres- resultaron ser ingratos, envanecidos y ambiciosos.
Ella ya tenía pareja, buen trabajo y sus libros: no precisaba otra cosa.
Cuando su único hermano empeoró, lo internaron
en un pabellón especial. El padre vivía en otra ciudad en otra vida en otra
galaxia; y la madre, impresionable y frágil, fue incapaz de ocuparse. He ahí
a Leonor, acompañando una agonía sin diagnosticar, instalada en sala de
espera de la UCI, mimetizada con el personal y ocupándose en orientar a los
que creen que con pasar allí cada noche sentados, cabeceando, salvarán al
enfermo.
No sabe cómo se enterarían, lo cierto es que
recibió el primer mensaje justo llegando al hospital, y esa misma tarde otra
ex compañera del trabajo se apersonó. Aquel amigo que solía escribirle retomó
el hábito. La que fuera su aliada antes que se alejasen sin excusas, fue a
buscarle a la oficina y retomaron la charla desde el punto tan exacto que
habían dejado que dio vahído. Y risa.
De a uno, de a dos, -un sábado contó siete- fueron
circulando, abrazando y propinando esas frases compasivas que Leonor detesta
pero aceptó pues ahora las cosas eran así, de otorgar, de ceder.
Demasiado temprano telefoneó. Hola, dijo, y distinguí
que era Leonor a pesar de los años que no la escuchaba. Hola, te hablo despacito
–dijo- porque a mi lado gente duerme sentada. Entonces supe que no cabía más que
preguntar dónde. Y salí sin demora. Y la estreché sin tapujos. Y solté varias
de esas palabras de consuelo que ella odia.
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19 de abril de 2015
GOTEO
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