Un día se levantó y dijo basta, estoy harta, y después de años de convivencia le exigió que se fuera. Como nunca habían querido casarse la separación no incluía papeleo.
Ella aprovechó la circunstancia para renunciar a su
puesto en la clínica psiquiátrica y ceñirse a su pequeño grupo de pacientes
privados, retomar la acuarela impresionista y encerrarse. Necesitaba silencio, mesura, equilibrio.
Él perdió el apetito y los kilos de más que se procuró en el último quinquenio. Exigió aumento de sueldo en el trabajo, salió a remar en grupo, compró una moto usada y se lo vio rolando con una mocosa
turgente.
Once meses transcurrieron.
Frente al espejo, persiguiendo imprudentes arrugas, de golpe se dio cuenta que la tristeza había partido. No era
tristeza, era rabia. No era rabia, era miedo. Y así, presurosa, decreta que el pasado es una ciudad inabordable, inhabitable.
Repasando su vida que escoraba hacia el absurdo, llega a la conclusión de que el olvido es el hermano ausente de la memoria, y
que debe regresar a las cosas que otrora lo hicieron ser quien era. Se quitó esa barba de tres días a la moda, llenó la heladera.
Superfluo consignar quién tomó la iniciativa.
Se encontraron a charlar en el café de siempre. A continuación hicieron el amor con furia;
luego con ternura y compasión extrema, lenta, lentamente, hasta que el sol amenazó incendiar el horizonte. Le propone casamiento y ella aunque odia las
ceremonias acepta de inmediato. La escena se completó con él acomodándole la sortija de compromiso que traía en la chaqueta.
Dibujo: Eduardo Sobico
DEliciosa historia. Aire puro.
ResponderEliminarUn abrazo desde Baires,
Marcos.
Marcos: muchas gracias por tus palabras.
ResponderEliminarAl blog le venía haciendo falta un final feliz bien tradicional, con amores recobrados, dolores en retirada, y promesas cumplidas o a cumplir.