Dudo de derivarle un paciente a León porque casi no trabaja,
atiende a lo sumo un par de pacientes. Y perdió el resto porque estuvo enfermo,
muy enfermo luego de enviudar. Y enviuda poco después de dejar a su mujer. La
abandona cuando se obsesiona con que lo engañaría a la larga porque ella no
gozará como le gusta, como ella propicia. Y no logrará hacerla gozar si continúa
con tremendos altibajos en la erección, dificultades que llegaron con el asco, esa sensación de que el sexo es un acto imposible, violento,
una rutina de zozobras que no llevaban más que a un momento, breve, inasible,
tras el cual sobreviene cierta depresión, casi dolor, un vacío deleznable. Y
ella, su mujer, ya no quiso hacer nada para seguir viviendo, dejó de responder a
las súplicas y evitó que las hijas se metieran, calló pues nada queda por decir
o preguntar a él, a León, por qué la rechaza. Desistió de exigirle una
explicación creíble frente a las pocas, absurdas razones que él puso y que
nadie en su sano juicio tomaría en cuenta del padre de sus hijas y compañero de
toda la vida. Ella se apagó, así como suena, así de obvio. Y él, León, que
siguió enojado, que siguió asustado, ni siquiera se acercó al cementerio. Y tal
cobardía lo empujó al abandono, a beber, a dormir o estar despierto por días
que era su fórmula para embrutecerse. Lo logró. Se enfermó, nadie sabe de qué
exactamente porque nada dijo a nosotros que éramos sus amigos, sus colegas, que
habíamos compartido consultorio cuando comenzamos a darnos
cuenta que era preciso, que era inaplazable hacer algo eficaz para salvar a la
gente o como quiera definirse lo que hacemos que, claro, no era ni es más que
intentar salvarnos a nosotros mismos. Concedo que a nosotros mismos entre otras
cosas, pero salvarnos. Y el que diga lo contrario está mintiendo, repetía allá y entonces León.
foto: Rolf Rempel
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