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Me lo contó una paciente.
Rulos, ojos
negros, bíceps. Precioso, es precioso me dije. Yo tenía 20 años y lo
consideré de inmediato el hombre de mi vida. Y como inexperta que supe ser, juré que lo amaría por siempre. Poco tiempo después, por teléfono y con
palabras que prefiero no repetir, me declaró fuera de su interés. Me sentí, según
el día, cucaracha o gusano.
Ayer me lo
topé en la boletería del cine: melena en retirada, panza, zapatos sin
lustrar. Cómo te está yendo, pregunté sin sorna. Un trabajito tiene, así en
minúscula lo designó. Y que se mantiene solterito, con un conato de picardía
aclaró. No dijo más porque justo en ese momento se acercó mi marido. Se midieron.
Mi marido, tipazo, cero grasa, educado. El que supo usar palabras que
prefiero no repetir, bajó la cresta -un
poco nomás para que no se notara- y vieras cuán apurado saludó y partió.
Al hombre de la vida de una hay que darle tiempo para
llegar.
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29 de mayo de 2016
DE MI VIDA
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