24 de julio de 2016

MILAGROS, CONSUELO





En mi consultorio, de pie ante la biblioteca, allí está Simón. Una primera entrevista.
Se fue, dice. Se fue. Y a pesar que sabía que iba a suceder, lo negaba. Y ahora menos puedo soportarlo. Traté de que no se marchase haciendo lo que imaginé que servía, todo lo que me habría pedido si hubiera pedido algo. Después –continuó Simón- comencé a esperar un milagro, sí, el milagro que detuviera su partida. Incluso creo, no puedo asegurarlo, recé para que el milagro llegase.
Simón limpia sus anteojos sin prisas. 
Sabe, dice, en la sala de espera de un hospital, frente a la puerta prohibida de terapia intensiva, uno cree que estar allí insomne, absorto, sin sed ni hambre, ayudando a los nuevos con sus propias ilusiones, salvará al ser querido. Y poco a poco, los allí presentes, van erigiendo un radar para cada gesto del personal, alguna hendidura de las medidas de seguridad e imperceptibilísmos cambios que nos confirmen que al fin el milagro acaeció y entonces  ya no se irá, prontó estará de regreso en casa y volverá a decir pá, má, mi niño, mi niño que decía pá y má.
Sentado frente a mí. 
Sabe, dice, después de que partió enmudecí, mejor dicho no quise que nadie me hablara. No soportaba las alusiones, los intentos de animarme. Ay, odio las palabras de consuelo. Y por eso la llamé, y le pedí esta entrevista y aquí estoy: quizá acá pueda escuchar algo distinto.
Simón vino a escucharse a sí mismo en el camino al consuelo.


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