21 de enero de 2014

ACÁ ESTOY


                


A pesar de lo sucedido acá estoy.
La escena se desarrolla junto a un muro de piedra, chorreado de buganvilias buscando el sol que encandila sin sosiego ni nube. Murmullo agudísimo de chicharra, moscardón, grillo por mil. Infaltables plumíferos variantes canora y parlanchinas; en el coro, tintineo de fuente. Comparsa de escarabajo y libélula, hormigas, abejorro. Gata en bambalinas.
A pesar de lo sucedido esta madrugada acá estoy al aire libre.
El olor. No es vulgar perfume de jardín, ni lavanda ni rosal: es tierra húmeda y resinosa gota, rocíos estancados, cuencos de nomeolvides, vasijas de menta y cilantro. Añado ciruelo, té de hierbas y merengues cuajando en el horno, lejos.
A pesar de lo sucedido continúo de vacaciones sin cambiar rutina ni fechas de retorno.
Sería el momento de consignar lo que vino y viene acaeciendo pero llegan a la mesa buñuelos azucarados, leche, tacita de crema, panes chonchos de grano y una begonia bajo la servilleta. Sentada. Lágrimas armándose sin prisa, y el viento que no cesa y el silencio complaciente y entendido respeto con mutis progresivo de otros porque ni pienso hablar, ni pienso. Seguramente no escribiré tampoco.
Acá estoy a pesar que en la madrugada un ex paciente, un chico que atendí hace añares -y que ya no era un chico tratando de dejar las drogas sino otra persona, una persona que no quería vivir más, no así, no así al menos- murió de sobredosis. Nadie me aclaró dónde y con quién estaba. Temprano me avisaron.




               




12 de enero de 2014

CORDURA


                               

Se sentó frente a mí. Hoy no voy a hablar mucho, me alertó.

-Estoy harta de ser buena, buenísima- dijo-. Buena madre, ex, cuñada, amiga. Basta. He perdido también la capacidad de ser políticamente correcta. Ni sé cuándo dejé de serlo, si es que dejé. Hubo una época, uy, lejana y lejana en que yo no decía lo que no había que decir en la mesa. Supongamos: racista disi- mulante, timorato solapado, corrupto en ciernes. No, no se decía. Había ciertos eufemismos, ciertas miradas oblongas y lánguidas y esco- radas. Callar y manducar. Ahora evito sentarme en esa mesa. Pero. No siempre es posible, amigos queridos, gente de bien, pensantes de larga data se han convertido en acólitos de la estupidez. Y uno los quiere. Se ha coqueteado otrora con alguno de ellos, se ha intercambiado lisonjas, se ha querido quererlos de por vida. Y sí, se los quiere de por vida y en la mesa has de callar. Como me hacía callar mi padre ¿le comenté eso? Papá me hacía callar cada vez que discutíamos sobre Mahler, sí Mahler. Sos- tenía que era un músico encoturnado, repetitivo. Y yo, que no tenía la menor idea, ni me gustaba esa música de velorio, ni pensaba que alguien por ser repetitivo era cuestionable, le discutía a muerte para que él aprendiese que cuando uno charla con su hija lo que la hija espera es que se hable de cosas que ella entienda, le sirva, la arrope; y para que él se diera cuenta que esas largas culteranas abisales reflexiones estaban al servicio de callar lo que venía sucediendo en la desventura de mi casa, en la pérdida progresiva de cordura de mi madre que ya iba por la tercera internación y nosotros ni siquiera íbamos a visitarla. Momento: nosotros es mucha gente: yo iba a visitarla. Y cuando iba a visitarla ella repetía: tenés que ser políticamente correcta para que tu palabra no horade el exiguo disfraz de los demás…

Y calló hasta el final de la sesión. Ni en la puerta, cuando ya nos despedíamos y sorpresivamente me abrazó hizo otro comentario.




  foto: Sebastián Avalos Noguera

4 de enero de 2014

VOLVER A VERLA





Finalizando las breves vacaciones navideñas revisé todos los mensajes recibidos, incluyendo el de este paciente que con su permiso comparto.

“…llegué bien. Me esperaba en el aeropuerto. Menos linda de lo que imaginé, más dulce de lo imaginado. Los primeros momentos fueron difí- ciles: volver a Pescara de donde salí a los 19 años y volver a verla cargando yo con mi problema, mi secreto. A pesar de resistirme me acompañó al hotel: me urgía cambiarme pero no me atreví a desairarla. Después anduve sin compañía  la tarde entera, evitando rondar mi vieja casa, evitando las reminiscencias. A la noche salimos a cenar, ella había reservado una mesa con vistas al jardín adoquinado de un bodegón. Supuse que a la segunda copa de vino –un rojo rutilante - podría decirle algo de mí. Mientras tanto ella, fresca, plácida, detalló su vida de mujer prematuramente divorciada y sin hijos, su lucha por no enmohecer en un lugar donde todos sabían lo que sabían, y de vidas y muertes de sus vecinos que también habían sido míos. Yo, callado. Tenía presente lo que usted me dijo en una ocasión: una cosa es la verdad y otra el verdadicidio, y por eso temía contarle lo que estuvo a punto de impedir que tras meses de intercambio de mails aceptase ir a verla. El vino ayudó recién a la cuarta copa. Tal si hablara de un otro tonto e indefenso, fui narrando como la incontinencia se presentó artera y solapada machacando mi cotidianeidad, hasta convertirme en el hombre vencido que no quería ser. Ella escuchó, cómo decirlo, con dignidad. Y entonces supe que a pesar de los 58 años transcurridos sin verla, seguía siendo la muchacha arrebolada y arrebatada que amé y que dejé y que nunca quise recordar mientras armaba una familia lejos y me hacía abuelo y malencarado y con pañales. Y aunque en esos 58 años jamás la soñé siquiera, recién al enviudar me di cuenta que me hacía falta ella, sólo ella. En fin: acá estoy todavía y no tengo claro cuándo regreso, la mantendré al tanto. Afectuosamente, Carlo.”




foto: Genoveva Ayala