A pesar de lo sucedido acá estoy.
La escena se desarrolla junto a un muro de piedra, chorreado de
buganvilias buscando el sol que encandila sin sosiego ni nube. Murmullo
agudísimo de chicharra, moscardón, grillo por mil. Infaltables plumíferos
variantes canora y parlanchinas; en el coro, tintineo de fuente. Comparsa de
escarabajo y libélula, hormigas, abejorro. Gata en bambalinas.
A pesar de lo sucedido esta madrugada acá estoy al aire libre.
El olor. No es vulgar perfume de jardín, ni lavanda ni rosal: es tierra
húmeda y resinosa gota, rocíos estancados, cuencos de nomeolvides, vasijas de menta y cilantro. Añado ciruelo, té de hierbas y
merengues cuajando en el horno, lejos.
A pesar de lo sucedido continúo de vacaciones sin cambiar rutina ni
fechas de retorno.
Sería el momento de consignar lo que vino y viene acaeciendo pero llegan
a la mesa buñuelos azucarados, leche, tacita de crema, panes chonchos de
grano y una begonia bajo la servilleta. Sentada. Lágrimas armándose sin prisa, y el viento
que no cesa y el silencio complaciente y entendido respeto con mutis
progresivo de otros porque ni pienso hablar, ni pienso.
Seguramente no escribiré tampoco.
Acá estoy a pesar que en la madrugada un ex paciente, un chico que atendí hace
añares -y que ya no era un chico tratando de dejar las drogas sino otra
persona, una persona que no quería vivir más, no así, no así al menos- murió
de sobredosis. Nadie me aclaró dónde y con quién estaba. Temprano me avisaron.
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21 de enero de 2014
ACÁ ESTOY
12 de enero de 2014
CORDURA
Se sentó frente a mí. Hoy no voy a hablar mucho, me
alertó.
-Estoy harta de ser buena, buenísima- dijo-. Buena
madre, ex, cuñada, amiga. Basta. He perdido también la capacidad de ser
políticamente correcta. Ni sé cuándo dejé de serlo, si es que dejé. Hubo una
época, uy, lejana y lejana en que yo no decía lo que no había que decir en
la mesa. Supongamos: racista disi- mulante, timorato solapado, corrupto en
ciernes. No, no se decía. Había ciertos eufemismos, ciertas miradas oblongas
y lánguidas y esco- radas. Callar y manducar. Ahora evito sentarme en esa mesa.
Pero. No siempre es posible, amigos queridos, gente de bien, pensantes de larga
data se han convertido en acólitos de la estupidez. Y uno los quiere. Se ha
coqueteado otrora con alguno de ellos, se ha intercambiado lisonjas, se ha
querido quererlos de por vida. Y sí, se los quiere de por vida y en la mesa
has de callar. Como me hacía callar mi padre ¿le comenté eso? Papá me hacía
callar cada vez que discutíamos sobre Mahler, sí Mahler. Sos- tenía que era un
músico encoturnado, repetitivo. Y yo, que no tenía la menor idea, ni me
gustaba esa música de velorio, ni pensaba que alguien por ser repetitivo era
cuestionable, le discutía a muerte para que él aprendiese que cuando uno
charla con su hija lo que la hija espera es que se hable de cosas que ella
entienda, le sirva, la arrope; y para que él se diera cuenta que esas largas
culteranas abisales reflexiones estaban al servicio de callar lo que venía
sucediendo en la desventura de mi casa, en la pérdida progresiva de cordura
de mi madre que ya iba por la tercera internación y nosotros ni siquiera
íbamos a visitarla. Momento: nosotros es mucha gente: yo iba a visitarla. Y
cuando iba a visitarla ella repetía: tenés que ser políticamente correcta para que tu palabra no horade el exiguo disfraz de los demás…
Y calló hasta el final de la sesión. Ni en la puerta,
cuando ya nos despedíamos y sorpresivamente me abrazó hizo otro comentario.
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foto: Sebastián Avalos Noguera
4 de enero de 2014
VOLVER A VERLA
Finalizando las breves vacaciones navideñas revisé todos los mensajes
recibidos, incluyendo el de este paciente que con su permiso comparto.
“…llegué bien. Me esperaba en el aeropuerto. Menos linda de lo que
imaginé, más dulce de lo imaginado. Los primeros momentos fueron difí- ciles:
volver a Pescara de donde salí a los 19 años y volver a verla cargando yo con
mi problema, mi secreto. A pesar de resistirme me acompañó al hotel: me urgía
cambiarme pero no me atreví a desairarla. Después anduve sin compañía la tarde entera, evitando rondar mi vieja
casa, evitando las reminiscencias. A la noche salimos a cenar, ella había
reservado una mesa con vistas al jardín adoquinado de un bodegón. Supuse que a
la segunda copa de vino –un rojo rutilante - podría decirle algo de mí. Mientras tanto ella, fresca, plácida, detalló su vida de mujer prematuramente
divorciada y sin hijos, su lucha por no enmohecer en un lugar donde todos
sabían lo que sabían, y de vidas y muertes de sus vecinos que también habían
sido míos. Yo, callado. Tenía presente lo que usted me dijo en una ocasión:
una cosa es la verdad y otra el verdadicidio, y por eso temía contarle lo que
estuvo a punto de impedir que tras meses de intercambio de mails aceptase ir
a verla. El vino ayudó recién a la cuarta copa. Tal si hablara de un otro
tonto e indefenso, fui narrando como la incontinencia se presentó artera y
solapada machacando mi cotidianeidad, hasta convertirme en el hombre vencido
que no quería ser. Ella escuchó, cómo decirlo, con dignidad. Y entonces supe
que a pesar de los 58 años transcurridos sin verla, seguía siendo la muchacha arrebolada
y arrebatada que amé y que dejé y que nunca quise recordar mientras armaba
una familia lejos y me hacía abuelo y malencarado y con pañales. Y aunque
en esos 58 años jamás la soñé siquiera, recién al enviudar me di cuenta que
me hacía falta ella, sólo ella. En fin: acá estoy todavía y no tengo claro
cuándo regreso, la mantendré al tanto. Afectuosamente, Carlo.”
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foto: Genoveva Ayala
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