Ochenta y siete años y viudo. Maricarmen aceptó la opinión médica e
internó a su padre. Él ya no habla ni reconoce, aun así Maricarmen lo visita
y le lee y le acaricia las manos, manos que adoró, manos que impelían la
hamaca hasta el filo de las jacarandas.
Un domingo, uno de esos anodinos, ella se da cuenta- o lo sabía de antemano-
que ha permitido que el retraimiento se ensañe con tal de cuidar al viejo, viejo que no concebía administrarse o la necesitaba cerca o simplemente era
un carcelero del deseo. Cincuenta y tres años y soltera.
En el geriátrico se festejan los cumpleaños del mes en una fiesta única.
Los familiares traen lo que traen. Maricarmen, por ejemplo, llevó valses y los tocinitos de cielo. Hubo un mago y una señora cantando y la
enfermera de turno leyó un poema cursi, cursi. Después las visitas se sentaron
en el patio techado a desgranar anécdotas de cuando las infancias eran
fáciles y dóciles, y los viejos todavía no lo eran.
Elías, sesenta años y separado, se ubica junto a Maricarmen: ya la tenía avistada pues él a veces -raras, apenas- pasa a saludar a su
madre. Disimularon las risas, las sonrisas. Sonrojo y confidencias. A la hora de irse la despedida fue informal pero intensa pero incierta.
Maricarmen indaga suficiente hasta localizarlo. Lo
invita al cine y a ese banco frente al río que ella considera propio y secreto.
Hicieron el amor sin aspavientos, inventando caricias en tanto se arracimaba lo que no se había dicho ni se diría; tampoco repararon que así pasaban una noche y un día y casi el otro.
-Te digo lo que siento -propone Elías, psiquiatra amigo y compañero de
tertulia.
- ¡Por favor!
-Siento que es la esperada porque no quiere salir corriendo.
- ¿Y usted, mi querido? – lo apuro.
-No puedo asegurarlo.
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15 de febrero de 2014
TRAEN LO QUE TRAEN
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