Visitando sinfín de fotografías, todavía en papel, todavía en
álbumes de tapa dura. Allí están los que morisquetean a la cámara, los que
sonríen cual tunantes. Abuelas, tíos, amigos que son familia.
Y he ahí la que fuera nuestra casa con mi consultorio a cuestas, donde comencé a trabajar mientras los chicos crecían.
Escenas.
Sábado al atardecer.
Verano en chicharra y sopor.
Hablo por teléfono en el consultorio con un paciente.
En tanto, mi hijita se zambulle en el diván con un helado
en cucurucho goteador, unta el
tapizado, brinca hasta volcar una estatuilla, revisa mi cuaderno de apuntes, pregunta a velocidad crucero.
El hombre solloza.
Ella se detiene y me observa. Sale. Una ráfaga. Deja la puerta abierta del baño: oigo el
chorrito de su pis de bebota, llega hasta mí ese olor y el desorden al subirse
los pantalones. Regresa. Quiero tocarle y me rechaza revoleando trencitas.
Mi paciente llora sin reservas. Que me quede tranquila, al menos hasta mañana, al menos hasta la próxima sesión. No, no lo hará. No, no volverá a intentarlo. No, nunca más el gas.
La niña se esconde en su cuarto, azotando la puerta, indignada porque no le
hago caso.
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foto: Genoveva Ayala
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