6 de septiembre de 2014

FESTEJOS









-No me felicite.
Nunca iba felicitarla antes que Irma se sentase al menos. Siendo su sesión justo el día del cumpleaños, sería el tema de rigor.
-Puntualmente me voy a reunir -dice al fin- con similar menú, mismo lugar, idéntico grupo, para aclararles que detesto festejar; lo hago solo por juntar a los que ahora considero mi círculo (único) de amigos. Y como siempre, cuando llegue el momento de apagar las velitas, me acordaré de mamá.

Cuando su madre cumplió cuarenta años, Irma la recuerda pálida en una fiesta desangelada que sus hijos le organizaran. Masas de hojaldre rancio, sándwiches de miga gomosos, gaseosas sin enfriar, vasos de papel y el ridículo sombrerito de cotillón con el que la obligaron a fotografiarse.
Qué decir del llanto imparable de la señora esa noche a puerta cerrada: abatida sobre la mesa de la cocina todavía sin limpiar, sintiéndose vieja y deslucida, calcula cuánto agonizará si enciende el gas, ahora mismo. ¿Será acaso muerte segura tirarse por la ventana? Cuáles píldoras debería ingerir de un solo trago para un final sin pesadillas. Qué veneno es más eficaz.
Y quién la añoraría. Quién lamentaría haberla querido poco. Quién pagaría el sepelio. Quién atendería a sus hijos. Quién organizaría su ropa. Quién prepararía la comida del día siguiente.

-Yo era chica, me justifico. Lo absurdo es que aún no me atreví a confesarle que yo estaba paradita detrás de la puerta escuchándola llorar.







foto: Genoveva Ayala 

1 comentario:

  1. Mi mamá se puso a llorar en su cumpleaños número cuarenta. Había aguantado bien, pero no pudo contenerse cuando desenvolvió su regalo: una bata blanca de tela opaca (sin encajes ni nada que pudiera ser, de lejos, sexy), que mi papá había elegido ilusionado. Ese día entendí tantas cosas juntas...

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