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Helen es una joven colega, bella, agacelada.
Me gusta su vigor, su temple, la forma en que sopesa a la cohorte en general y
a los psicoanalistas en especial.
El pasado fin de semana concurrió a una
boda. Muchedumbre, boato y dispendio. Música
en vivo y manducado a tope. Un edecán le señaló su mesa que compartiría con
cuatro parejas y otra mujer sola. Helen no conocía a ninguno de ellos.
Tras el enésimo brindis, y tras el inevitable
chiste de qué miedo tener una psicóloga cerca, saltó la pregunta de rigor: por
qué una mujer joven y bonita se presenta sin pareja. Helen dispone de un potpurrí
de respuestas aplacadoras.
Hasta ahí, todo bien.
Pero en cuanto Helen declaró sus 38
años, que no tiene hijos y tampoco interés en tenerlos, se produjo un serpenteo
de miradas entre socarronas e impiadosas, cierto mohín en las damas, una caricatura
de indulgencia en los caballeros. Silencios.
Al fin, una de las comensales, con la
aparente aprobación del resto, le dijo directo que una mujer sin hijos no
está completa, que sin hijos la vida no tiene sentido.
Lo peor –me cuenta Helen- es que enmudecí, yo, la de la boquita
afilada. Sentí un gran agobio. Y cierto hartazgo. Pensé sorrajarles algo que
incendiaría sus cabezas y si me detuve fue porque, no sé, me dieron lástima.
Como en las películas, justo se acercó un morochazo para sacarme a bailar y liquidamos
la noche.
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15 de octubre de 2016
SIN HIJOS
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