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Y Walter que nunca llora, lloró.
Era su última sesión del año.
El tema festividades, de rigor. Ha perdido el placer de
aquellas Nochebuenas lustrosas y esos Fin de Año parrandeados. Odia la
pirotecnia que estremece a su dálmata.
“Siento –Walter baja la voz- que es una época de
exámenes: con quién (no) lo pasaré, quién sí o no te invita, exigido a
festejar con ciertas personas desabridas y prescindibles, simular lo que se
siente ante tamaña ñoñés. Y los regalos: acrobacia del consumo, torneo sobre
monto y pelaje, decepciones por lo receptado, sin olvidar a los los que no reciben
nada o los que no quieren dar nada. Y todo eso a pesar que, como usted señaló alguna vez, no se debe tomar
al otro ese examen que uno sabe que va a reprobar.
En las últimas Fiestas, confieso, me sentí solo, solo
con mi mirada crítica. Ya ni se me ocurre cómo responder a los buenos
augurios que recibo. Tampoco sé qué pedir para el año que comienza…”
Y Walter, que nunca llora, lloró.
Cuando nos despedimos, para su sorpresa lo abracé.
Le dije que quizá -quizá subrayé- a todos se les puede
desear Paz y paz consigo mismo. Y quizá –quizá, volví a subrayar- era buen
momento para pedir un milagro, ese milagro que hace tiempo viene tramando.
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18 de diciembre de 2016
FESTEJANDO
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