Tiene un recorrido.
No es más que slalom para evitar conocidos cuando va sola al cine. Siempre va sola. La fetichización de la belleza física campea y Ninna se siente ajena.
Sabe llegar justo antes que inicie la función, partir en cuanto finiquita. Sala llena esta vez y sin embargo, milagro, en fila cuatro butaca de pasillo libre.
La cinta brega.
Chavales asilvestrados en internado plúmbeo y acojonante, más director vil y cierta maestra inmarchitable que recita Milton. Primeros planos de pequeños atribulados; secuencias de galerías desiertas, desertadas, y esa fuga que nunca ha cuajado.
En sentido estricto, a Ninna tales sucesos han dejado de importarle porque sollozos -en vivo- emergen a su lado. Sollozos fugaces de un hombre de edad indefinible. Y si bien Ninna no podría asegurar que también lágrimas, de todas formas le ofrece uno de sus pañuelos desechables.
Fin.
La sala se ilumina.
Mientras transitan pasillo arriba el suspirador agradece y declara que su novela en curso versa justo, justamente, sobre ese tema. Prosigue en el lobby el relato del relato inconcluso, con énfasis en cierta escena: el niño expósito que devino en caballero besa la mano de la muchacha redimida tal como se le demuestra – en vivo- a nuestra Ninna.
La acción se detiene.
Ella nunca ha recibido excesivos besos, menos en esa ni en la otra mano, y un arrebol la delata. Al igual que en la novela en ciernes ha comenzado a llover y zarpan Ninna y el escribidor hacia la noche, sin paraguas.
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10 de diciembre de 2016
RECORRIDO
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