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-… ¿o
debería sentir otra cosa? Ya sé, no va a responder, no va a decirme lo que
está pensando- Piero se lamenta.
Es la
segunda sesión de Piero.
Comerciante
de 42 años, casado desde hace una década, acaba de nacer su segunda hija. Él ambicionaba
un varón. Tempranamente estuvo al tanto del sexo de la criatura y aun así,
aun sabiendo que era absurdo, esperó un milagro. Buscó y rebuscó pero no
halló forma de consolarse. Tampoco pudo evitar la decepción al estrechar a la
bebita, ni de sentir pena por su decepción, ni de avergonzarse por su pena.
Cuando
Piero nació, su papá estaba ausente por cuestiones laborales si bien jamás
quedó claro si era ese el motivo. Secreto, secreto. Y al crecer, se enteró de
la desilusión de su padre porque Piero era el tercer varón y el que “vino de
contrabando”. No encontró Piero forma de consolarse; de tal manera, en cuanto
el viejo enfermó rehusó estar cerca y más adelante participar en las ceremonias
de su muerte.
Piero ha
callado. Dejó de mirarme. Sin duda espera que diga algo, algo que lo consuele.
Permanezco
a mí vez callada porque no se trata de abalanzarme sobre historias que se
repiten o interpretar reparaciones tardías. No, no se trata de eso.
Callado
porque no dejo de preguntarme si es legítimo desilusionarse por la identidad
sexual de un hijo. Y a la vez, cómo establecer qué es y no es legítimo en
esos casos. O es que acaso son o deben
ser sacrosantos los sentimientos de los padres hacia sus hijos…
Tiene
razón mi paciente, no voy decirle lo que estoy pensando. No por ahora al
menos.
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18 de enero de 2017
VARONES
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