18 de enero de 2017

VARONES




-… ¿o debería sentir otra cosa? Ya sé, no va a responder, no va a decirme lo que está pensando- Piero se lamenta.

Es la segunda sesión de Piero.
Comerciante de 42 años, casado desde hace una década, acaba de nacer su segunda hija. Él ambicionaba un varón. Tempranamente estuvo al tanto del sexo de la criatura y aun así, aun sabiendo que era absurdo, esperó un milagro. Buscó y rebuscó pero no halló forma de consolarse. Tampoco pudo evitar la decepción al estrechar a la bebita, ni de sentir pena por su decepción, ni de avergonzarse por su pena.
Cuando Piero nació, su papá estaba ausente por cuestiones laborales si bien jamás quedó claro si era ese el motivo. Secreto, secreto. Y al crecer, se enteró de la desilusión de su padre porque Piero era el tercer varón y el que “vino de contrabando”. No encontró Piero forma de consolarse; de tal manera, en cuanto el viejo enfermó rehusó estar cerca y más adelante participar en las ceremonias de su muerte.

Piero ha callado. Dejó de mirarme. Sin duda espera que diga algo, algo que lo consuele.
Permanezco a mí vez callada porque no se trata de abalanzarme sobre historias que se repiten o interpretar reparaciones tardías. No, no se trata de eso.
Callado porque no dejo de preguntarme si es legítimo desilusionarse por la identidad sexual de un hijo. Y a la vez, cómo establecer qué es y no es legítimo en esos casos. O es que acaso son o deben ser sacrosantos los sentimientos de los padres hacia sus hijos…
Tiene razón mi paciente, no voy decirle lo que estoy pensando. No por ahora al menos.







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