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La forma en que Rick tocó el timbre anunciaba su ánimo.
Entró a mi consultorio y se acodó en el rincón más frágil de la biblioteca.
Hacía meses que no lo veía.
“Usted- dijo apuntándome con el índice izquierdo- tiene
la culpa. Yo estaba bien. Bueno, quizá mal. Digamos que bien y mal, según el
día. Pero con los pies en la tierra, en este mundo, satelizando en el sol
correspondiente, en la galaxia que nos ha tocado.
Poco a poco, aquí mismo, me embuchó la palabrita. Me
instó. Me arrinconó. Y no diga que exagero porque el término estaba implícito
hasta en ese mutismo aturdidor con que suele. ¿Me advirtió los
acontecimientos que acaecerían? No, nada. Y, claro, pasó lo que le iba a
pasar a mi inocencia.
En un fiestita de (des)conocidos, hela ahí. Sola.
Posando con esa curvatura natural que un jilguerito precisa cuando el cielo
reclama. Serena y suave. Callada aún. Me acerqué despacio, temiendo ofender
el plumón que la envolvía. Le di mi nombre y la calle de mi casa y la esquina
donde suelo sentarme a mirar la gente mirando gente. La velé con disimulo
mientras relató el paradero de sus cosas y de sus gestos, la cubrí cuando el
alba se nos vino encima.
Pasan y pasaron los días. El Amor -palabrita que usted
arteramente introdujo en mi vida- se instaló sin darme tregua.
¿Y ahora? Acaso ahora va a curarme este miedo a mi
torpeza, este pánico a despilfarrar sus abrazos de adivina y pájaro y de orilla
y oleaje, la pavura a que de un vuelo a otro deje de quererme. Cómo hará
usted para que duerma cuando el jilguerito no está a mi lado y la imagino
posándose en rama ajena.
Estoy mal. Estoy bien, dirá usted que gusta
contradecirme. Pero fíjese como ando: sin tocar el suelo, lejos de este
mundo, satelizando un sol flamígero, en galaxia ajena”.
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4 de febrero de 2018
JILGUERITO
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