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Ninna se ve recostada en el vestíbulo. Después, en un
tiempo imposible de mensurar, alguien entra, le pregunta, y toca el timbre de
su departamento. El padre la sube en brazos los tres tramos de la escalera.
En algún momento llegó un médico. Y en otro momento su madre, vestida, se ha
metido en la ducha con ella, y la lava y la peina y la acuesta y le pone otra
almohada y la tapa y se sienta a su vera. El hermano se asoma pero no entra.
No quiere dormir. No sabe comer.
Hay noches que emergen trazos del exacto segundo en que
al regreso de una fiesta abrió la puerta del edificio y un tipo se metió
detrás, pero eso es todo.
Quién sabe si gritó. O si luchó. Supone que si permaneció quieta y muda es porque le
estaban quitando lo que traía adentro hasta convertirla en nadie. Primero en
nadie y después en nada. Ahora nomás se trata de esperar que el olvido se
apiade.
Seis meses después, en mi consultorio, Ninna sentada frente a mí. Es la primera
entrevista. Intenta contar lo que sintió, y lo que se supone ‑suposiciones, subraya- que ha de sentir. Sabe que a otras les pasó
lo mismo, aunque no puede acercarse a ellas, no aún.
Tuve el impulso de levantarme, abrazarla y quizá
acunarla. Me contuve.
Ninna precisa que sus propias palabras acudan y nombren
lo que estaba vedado nombrar. Es posible que finalmente llore tras meses que
no ha llorado.
Permanezco así, frente a ella. Escuchando. Con todo mi
cuerpo la estoy escuchando.
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9 de marzo de 2018
NADIE, NADA
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