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Ya está, ya fui, dijo Jaime en cuanto entró al
consultorio.
Jaime tenía siete años cuando murió su mamá. El padre lo crio a él
y a su hermana con devoción pero en silencio, y cuando falleció 10 años
después a Jaime no se le detuvo la vida.
Anduvo por el mundo, armó una familia y capitanea un
pequeño negocio.
En la navidad pasada, husmeando el sótano, encontró una
foto: la hermana y un Jaime púber más el padre plantando un árbol en
un jardín, al fondo la silueta de una casa, mucho cielo.
Qué árbol, dónde, quién tomó la foto. Se obsesionó.
Hilachas de historias lo cooptaron, perdió de apetito por la cosas.
Fue entonces que me consultó. Y fue en una sesión que entrevió
una calle y en la calle una carnicería y en la carnicería un cartel: supo de
inmediato que ese era el nombre del lugar.
El pueblo sigue con su plaza de tiovivo y en mármol un
héroe nacional. La carnicería ya no está, ni el ferretero, ni el que vendía
carbón y papas; algunos de los negocios que restan se han modernizado, chicas
con el jean tajeado los atienden.
Un vecino reconoció la casa y le indicó cómo llegar. Allí estaba el árbol, circunspecto, copa amplia de
verdes.
Bajo su ramaje se sentó.
“… ya sé, no me diga nada, le parecerá una locura… Estaba
yo sentado allí –un baldío, la casa abandonada-, y de repente mi padre se
sentó a mi lado. Lo saludé y no me contestó. Después de un rato, un largo
rato, le conté que había pensado en él. Tampoco contestó. Pero cuando le dije que lo necesitaba, me agarró
la mano y no me soltó. Y esa, su mano de hombre, apretó suave, suavemente, mi mano de niño”.
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15 de octubre de 2018
YA ESTÁ
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