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Rafael arriba al consultorio tan enojado que ni puede
hablar. Deambula farfullando.
Katy y Rafael tras convivir cuatro años, finalmente se
casaron.
Él se había resistido, tenía sus argumentos; a veces
quería y a veces –las más- no. Ante el
dubitativo, ella también portaba argumentos para exigirle. Ambas familias fisgoneando: el futuro suegro de
Katy convencido de que ella era inestable, Rafael tildado como terco
insaciable por los padres de ella.
Llegó el momento en que Rafael temió perder a Katy por
su intransigencia, y que si llegase a perderla no se lo perdonaría nunca.
Así, en diciembre pasado fue la boda. Fiesta vaporosa,
luna de miel fugaz, mudanza a un apartamento con mucha luz.
… cómo no
lo vi. Cómo soy tan estúpido que no lo vi. El sábado se fue al gimnasio y me
quedé en casa, esperándola. Como siempre, yo esperándola. Reconozco que me
puse a revisar sus correos: no sabe que tengo la clave de acceso a su compu.
Anda con un tipo, un compañero del estudio. Palabritas de amor. Le dice
mivida. Le mandó fotos: ella sonriente, ella con un gesto invitante, ella en
nuestra casa. Y le habló de mí con cierta sorna, tratándome de ingenuo obsesionado por el trabajo. Y él
promete cosas que le privo de repetir porque me pondría a llorar y lloré todo
el fin de semana y ya no puedo, no puedo…
No sabe él cómo continuar con la relación. Katy sugiere que se tomen un tiempo para pensarlo.
…lo que me
duele, lo que realmente me duele, es
no ser yo el que está decidiendo. Odio
no haber escuchado a mis dudas, que se haya salido con la suya en eso de
casarnos. Odio que ahora se comporte como si estuviera sufriendo: ¡soy yo el
que sufro! Ella baila la conga y yo no duermo hace días…
Decido permanecer
callada. Porque Rafael está descubriendo lo que hacía falta. Y el enojo quizá, quizá
digo, le permita averiguar cuál es el protagonismo que anhela.
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16 de mayo de 2018
PROTAGONISTA
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