Ya no recuerdan si fue tras una discusión especial o una de esas en que solían ensortijarse con acopio de gritos y veladas amenazas que jamás se cumplirían pero amenazaban.
Se enteraron al día siguiente cuando su prima llegó a
buscarle, ésa con quien suponían que Rocío pasó la noche. Recién entonces
notaron que faltaba su radio, un perfume, el secador del pelo, ropa, dos pares de
zapatillas, todo, seguro, embutido desordenamente en un bolso pues
desordenada era.
Comenzaron a llamar una a una a las amigas amigos ex novios condiscípulos familia vecinas hospitales comisarías la morgue.
Nadie sabía.
Rezaron. Rezaron mucho. Sondean incluso a un vidente
que sentencia lo obvio: quiso irse, quiso que no la encontrasen.
La primera noticia llegó en Navidad. Un mensaje en el
contestador automático decía estoy bien. Punto. Estoy bien, decía, y de ahí se
aferran para prometerse cambiar y así darle
lo que esa chica necesita: tanto amparar y avalar a una madre eternizada en un juicio de divorcio a más de un hermano negligente le ha quitado el aire.
Hasta la próxima Navidad hubo que esperar para recibir el único e idéntico mensaje. Descartado esperanzarse.
Hasta la próxima Navidad hubo que esperar para recibir el único e idéntico mensaje. Descartado esperanzarse.
Y el tercer año pasó y la Navidad pasó sin
que Rocío anunciara si bien o mal pero estaba.
Fue el momento en que la madre -atiende en el café en
que suelo refugiarme cuando la palabra agota- narra a borbotón y
desaliento lo que viene viviendo. La escuché sin ofrecer más consuelo que el escuchar.
Hace un par de semanas un hombre telefoneó en nombre de
Rocío. Anunció que estaba internada y tal vez le quitarían un ovario y que él no tenía forma de hacerse cargo.
La fueron a buscar a unos 300 kilómetros. Ahí supieron que alquiló ese sucucho poca ventana, que trabajó en una carnicería, que acababa de perder un embarazo.
La fueron a buscar a unos 300 kilómetros. Ahí supieron que alquiló ese sucucho poca ventana, que trabajó en una carnicería, que acababa de perder un embarazo.
A Rocío apergaminada, mustia, débil, la trasladan a una clínica y le salvan el ovario. De inmediato en el recodo asoleado de la casa le arman un territorio propio para descansar sin prisas.
Cuando Rocío le contó al hermano cuanto lo extrañó,
éste hizo tal mueca que erradicaba cualquier conato de abrazo. Y cuando la madre contó cuanto anheló su regreso, Rocío la conminó a dejar una vez, aunque fuere una sola vez, de parlotear banalidades e inventarse dramas.
foto: Genoveva Ayala
Cuantas historias para contar nos narra la vida...
ResponderEliminarPor muy imaginativos que seamos; la persona que ve mundo y/o está relacionada con mucha gente, siempre tendrá a mano cuentos en los que basar sus narraciones.
Tus letras son agradables de leer, lo voy a recomendar en G+ y face. Un abrazo, Ann@
En un lugar lejos del mundanal como el que vivo y en la soledad de la escritura, nacen estos productos de la imaginación y la necesidad de andar contando.
ResponderEliminarComo psicoanalista, además, debo domeñar esa imaginación para que ninguno de estos textos rocen siquiera las historias que me han contado (y vivido) mis pacientes. Un esfuerzo, te aseguro.
La vida, dicen, es la que dicta las ficciones. Otros aseguran que es la vida la que imita a la ficción.
Y tus recomendaciones son muy agradecidas!