13 de marzo de 2013

300 KILÓMETROS


                                                                 

Ya no recuerdan si fue tras una discusión especial o una de esas en que solían ensortijarse con acopio de gritos y veladas amenazas que jamás se cumplirían pero amenazaban. 
Se enteraron al día siguiente cuando su prima llegó a buscarle, ésa con quien suponían que Rocío pasó la noche. Recién entonces notaron que faltaba su radio, un perfume, el secador del pelo, ropa, dos pares de zapatillas, todo, seguro, embutido desordenamente en un bolso pues desordenada era.
Comenzaron a llamar una a una a las amigas amigos ex novios condiscípulos familia vecinas hospitales comisarías la morgue. Nadie sabía.
Rezaron. Rezaron mucho. Sondean incluso a un vidente que sentencia lo obvio: quiso irse, quiso que no la encontrasen.

La primera noticia llegó en Navidad. Un mensaje en el contestador automático decía estoy bien. Punto. Estoy bien, decía, y de ahí se aferran para prometerse cambiar y así darle lo que esa chica necesita: tanto amparar y avalar a una madre eternizada en un juicio de divorcio a más de un hermano negligente le ha quitado el aire.
Hasta la próxima Navidad hubo que esperar para recibir el único e idéntico mensaje. Descartado esperanzarse.
Y el tercer año pasó y la Navidad pasó sin que Rocío anunciara si bien o mal pero estaba.
Fue el momento en que la madre -atiende en el café en que suelo refugiarme cuando la palabra agota- narra a borbotón y desaliento lo que viene viviendo. La escuché sin ofrecer más consuelo que el escuchar.

Hace un par de semanas un hombre telefoneó en nombre de Rocío. Anunció que estaba internada y tal vez le quitarían un ovario y que él no tenía forma de hacerse cargo. 
La fueron a buscar a unos 300 kilómetros. Ahí supieron que alquiló ese sucucho poca ventana, que trabajó en una carnicería, que acababa de perder un embarazo.  
A Rocío apergaminada, mustia, débil, la trasladan a una clínica y le salvan el ovario. De inmediato en el recodo asoleado de la casa le arman un territorio propio para descansar sin prisas.

Cuando Rocío le contó al hermano cuanto lo extrañó, éste hizo tal mueca que erradicaba cualquier conato de abrazo. Y cuando la madre contó cuanto anheló su regreso, Rocío la conminó a dejar una vez, aunque fuere una sola vez, de parlotear banalidades e inventarse dramas.


foto: Genoveva Ayala

2 comentarios:

  1. Cuantas historias para contar nos narra la vida...

    Por muy imaginativos que seamos; la persona que ve mundo y/o está relacionada con mucha gente, siempre tendrá a mano cuentos en los que basar sus narraciones.

    Tus letras son agradables de leer, lo voy a recomendar en G+ y face. Un abrazo, Ann@

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  2. En un lugar lejos del mundanal como el que vivo y en la soledad de la escritura, nacen estos productos de la imaginación y la necesidad de andar contando.
    Como psicoanalista, además, debo domeñar esa imaginación para que ninguno de estos textos rocen siquiera las historias que me han contado (y vivido) mis pacientes. Un esfuerzo, te aseguro.
    La vida, dicen, es la que dicta las ficciones. Otros aseguran que es la vida la que imita a la ficción.

    Y tus recomendaciones son muy agradecidas!

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